lunes, 20 de abril de 2009

Surtido ibérico

LA ESTUPIDEZ EN BUS
Alguien decía que la estupidez es una de las pocas cosas que se asemejan a la divinidad: es infinita y, parece, que eterna.
Cuando el enfrentamiento entre deístas y no creyentes parecía, si no olvidado, sí bastante pacificado, aunque se fortalezcan los atrincheramientos de los laicistas y quienes no quieren que las directivas morales católicas desaparezcan de la orientación política y cotidiana de la sociedad española, se importa –la paramera imaginativa de aquí persiste- la invención de una avispada chica británica de origen tamil que propone aparcar definitivamente a Dios para ser feliz, e inmediatamente los ateos indígenas -¡que resulta que estaban asociados, oiga!- inician una campaña publicitaria con igual técnica que la que te asegura que mediante una determinada dieta una chica alcanzara en quince días la silueta, melena y restantes atributos de Paz Vega, con lo que será feliz y disfrutará al máximo en esta perra vida.
Tal campaña ha sido triste y, sobre todo, muy cutre, limitándose a un cartel paseado en autobuses de una o dos líneas de algunas capitales, rápidamente contestado su mensaje por otros dos, uno del grupo de un predicador evangélico de Madrid, y por otro en Barcelona de una asociación católica que bajo el síndrome del complejo de inferioridad exhibió no la sentencia de algún Padre de la Iglesia sino una frase de Gandhi (¡!); afortunadamente la Iglesia, como institución, ha permanecido bastante al margen de tal competición hortera, demostrando una vez mas su sabiduría milenaria.
La estupidez de la propuesta reside en considerar que solo los no creyentes pueden sumergirse en los placeres de la vida y disfrutarlos a tope. Conozco a determinado mediterráneo que se dice creyente, y mas aún católico (la única, dice, religión presentable de las que conoce), apostólico (siempre le ha resultado simpático Pedro, cobarde, sencillo, sacrificado y calvo; muy humano) y romano (Roma, el útero de la Civilización), que reside normalmente en un pueblo de los que le gustan a Manolo Vicen, y que no priva a su cuerpo de cualquiera de los placeres que esta vida le puede proporcionar, que cuando conoció la propuesta atea me dijo: ¡Pero hay que ser gilipollas, si precisamente el ser creyente hace de la transgresión el mejor condimento del placer!.
Tal vez tenga razón, y que sea verdad que la estupidez humana, como apuntaba al principio, sigue existiendo y que, al menos, es infinita.

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