lunes, 20 de abril de 2009

La inmigración, entre la demagogia y las realidades (I)

Este principio de siglo XXI, al igual que el último tercio del siglo XX, está siendo testigo de un caudal de personas migrantes de los países del Sur hacia los del Norte desarrollado. De la misma manera que antaño los flujos migratorios internacionales se dieron en gran medida hacia las Américas, los migrantes de hoy van en búsqueda de la realización de sus sueños personales y familiares de mejora de sus condiciones de vida.
Este hecho es el protagonista de una parte del debate político contemporáneo en toda Europa, y por lo tanto, también en las Españas. La derecha usa la inmigración con tintes demagógicos y la izquierda institucional espera que le sirva como reserva de votos ante la muy probable concesión del derecho a voto en las municipales de los inmigrantes regularizados. Pero más allá de estas posturas, ¿cómo posicionarse desde una óptica carlista?.
Veamos en primer lugar qué significa el hecho migratorio tanto para los países emisores como para los receptores de los migrantes.
En cuanto a las sociedades empobrecidas de partida, hemos de tener en cuenta la sangría que esto supone para el cuerpo social: aquellos que marchan son los jóvenes normalmente más preparados y en los cuales ha habida a menudo una inversión de capital humano y económico para su formación.
En contra del estereotipo habitual, no son los más humildes e iletrados los que consiguen salvar los obstáculos, sino los que poseen cierta capacidad de maniobra material y formativa para conseguir por ejemplo un pasaje en la forma que sea. Los casos más llamativos son las fugas de cerebros de los países indostánicos hacia Gran Bretaña o Norteamérica o el dato de que hay más médicos malienses en la ciudad de París que en todo Mali.
Además estos jóvenes conforman los sectores más activos e inquietos social y políticamente que eventualmente podrían encabezar una revuelta social frente a las graves injusticias que padecen los países del Sur. Tengamos esto último en cuenta para darnos cuenta del sentido de mecanismo de descompresión social que significa para muchos regímenes corruptos y tiránicos el hecho migratorio. La huida de jóvenes y las remesas de divisas desde el exterior significan un buen cojín de ayuda tal como pudimos observar en nuestro propio país en los años 50 y 60.
Para las sociedades de acogida, los inmigrantes constituyen una bolsa de mano de obra barata y dócil para un capitalismo que se ve refrenado por las conquistas sociales conseguidas durante el siglo XX. No olvidemos que en las sociedades del mundo desarrollado los trabajadores autóctonos desechan realizar los trabajos más pesados si no es a cambio de una sustantiva remuneración. Pensemos en los casos del trabajo agrícola, la hostelería o -hasta hace un tiempo- la construcción.
Otro factor añadido y que hace a la inmigración necesaria es el bajo índice de natalidad que europeos y norteamericanos muestran. Son evidentes las consecuencias de varias décadas de denigración de los valores de la familia, la ridiculización de la maternidad y las políticas favorables a la inestabilidad matrimonial y el aborto (130.000 casos reconocidos en España solamente el pasado año). Es estadísticamente innegable que sin la aportación de la mano de obra extranjera, hoy en día ya estaría colapsado el sistema de pensiones de la Seguridad Social por causa del envejecimiento de la población.
El impacto humano de este proceso en los países de acogida, varía mucho de uno a otro, según el escalonamiento, número, procedencia y contexto político propio de cada país.
En nuestro entorno más inmediato, la Unión Europea, vemos en el caso del Reino Unido como la inmigración procedente de las antiguas colonias ha encontrado su lugar en la sociedad británica y se ha incorporado con cierto éxito al “ascensor social” a través del peculiar modo comunitarista de entender las relaciones humanas, muy propio del mundo anglosajón.
El recién llegado a Gran Bretaña, encuentra una infraestructura de recepción establecida por su propia comunidad que le facilita la incorporación digna al mundo laboral, el acceso a una vivienda en un entorno humanamente próximo y la educación en escuelas propias para sus hijos.
Lejos de fomentar una “guetización”, la experiencia demuestra que estas herramientas dan la suficiente seguridad para pasar a una segunda etapa de interrelación con el resto de la sociedad.
En las comunidades se observan también unos saludables mecanismos de autocorrección frente a comportamientos como los delictivos que dejan en entredicho al grupo por entero y que a éste le interesa atajar aislando al transgresor.
En el otro extremo, encontramos la realidad de Francia, donde una inmigración procedente también de las antiguas colonias se ha yuxtapuesto en un falso espejismo de igualdad a la sociedad francesa. La causa de esto hay que buscarla en la concepción jacobina y liberal radical de carácter estatista e individualista a la vez, en que se niega el protagonismo a cualquier actor social que no sea la administración política frente al individuo aislado.
El estado francés ha tratado de desarticular las formas de sociabilidad propias de las comunidades inmigrantes, intentando reducir a todos al prototipo simplista y uniforme del “ciudadano” sin atributos. Al encontrarse solo en medio de un ambiente desconocido e incomprensible el inmigrante no puede continuar siendo lo que en origen es pero tampoco encuentra ningún puente de acceso progresivo a la realidad de la sociedad de acogida.
Ello causa una sensación de desarraigo que se perpetúa de manera más acentuado en hijos y nietos que tampoco son aceptados como iguales por los autóctonos. La vida se desarrolla pues en una gris tierra de nadie psicológica, entre el rechazo y el autoodio. Tampoco aquí hallamos los dispositivos autorreguladores que sí que encontramos en suelo británico y que convierten en campos de marginación y delincuencia a los suburbios.
El resultado de todo esto lo encontramos en los levantamientos de las Banlieues que sacudieron Francia en octubre de 2005.
En nuestro caso, la relativa novedad del hecho migratorio hace que los parámetros de actuación no estén todavía bien definidos.
La clase política española en su conjunto suele mirar la realidad del mundo a través del prisma de París y es aquí donde nosotros carlistas, defensores de la subsidiariedad y el foralismo debemos aplicar estos principios también a las realidades colectivas humanas que ya forman parte de nuestro panorama social.
Una auténtica integración de los inmigrantes sólo se va a realizar a partir de sus propios mecanismos de estructuración comunitaria, empezando por concederles el derecho a la reagrupación familiar.
En el momento de la necesaria planificación de los flujos migratorios, hay que tener en cuenta que el inmigrante no es simplemente un agente económico, sino un ser humano que aspira a construir una familia y que muy a menudo concretará esto con cónyuges de su misma procedencia.
También son portadores de experiencias culturales propias que tendrán que conjugar con las realidades culturales de los pueblos de las Españas.
Por un lado hay que plantear la necesidad y el deber del conocimiento idiomático correcto tanto del castellano como de las otras lenguas propias de nuestras comunidades históricas como herramientas necesarias de encuentro común de la que el inmigrante no puede quedar al margen.
Debemos también subrayar el hecho de que los tres grandes grupos migratorios que llegan a nuestras tierras (latinoamericanos, magrebíes y europeos orientales) provienen de marcos de referencia o bien ligados al espacio continental, o a la acción histórica española en el mundo, o a ocho siglos de presencia islámica en la Península. No nos resultan en su inmensa mayoría pues, extraños.
G.Fiol y A. Ribas

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