El primer presidente del Parlamento en la Transición fue un famoso abogado y catedrático, Antonio Hernández Gil, confeso católico y melifluo ciudadano de los que se mean en los zapatos por no salpicar al de al lado. Dicho caballero, de campanudo parlar, se declaró demócrata y respetuoso estricto de los derechos de los demás, hasta el punto de retirar de su despacho isabelino de la Carrera de San Jerónimo, en el palacio hasta entonces llamado “de las Cortes” franquistas, un precioso crucifijo de marfil “para respetar la neutralidad de su presidencia”. Aquél Don Antonio pronto dejó de ser presidente, pero su sucesor, Landelino Lavilla, también católico de chaqueta cruzada, palabra culta y buenas costumbres, ya no restauraría el crucifijo, y hasta ahora.
Casi al mismo tiempo –algo después- fue alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, “el viejo profesor” de unos y “la víbora con lentes” para quienes se llamaban socialistas (que en esos años, desde la nada bajo el franquismo, aparecían a miriadas). Aquél personaje, indispensable para cualquier crónica pintoresca (no hizo absolutamente nada en el ayuntamiento, a excepción de unos bandos en presunto castellano “siglodeorocorralaarnichesca” que fueron muy celebrados por la inextinguible sociedad madrileña de género chico). Pues bien, Don Enrique tuvo también un gesto que le honraría para toda la posteridad y que en definitiva solo fue una manifestación mas de desprecio hacía una ciudadanía a la que siempre miró por encima del hombro: cuando le insinuaron que de la mesa presidencial del salón de sesiones del ayuntamiento madrileño quitara un crucifijo decimonónico y bastante vulgar y feo, se negó en redondo alegando que un crucifijo “es siempre símbolo de paz y de amor”. Con ello también se diferenciaba del catolicerismo medroso de Hernandez Gil.
Nadie se atrevió ya a retirar el crucifijo, ni su sucesor Barranco, ni los que le siguieron. Todos sabían además que “el viejo profesor” fue un masonazo de los de libro, y en este país tan impresionable respecto a marchamos secretos o exóticos que aquella frase la dijera un masón constituía ley de oro.
El argumento de Tierno mantiene hoy su completo valor y es de plena actualidad por la campaña contra la permanencia de los crucifijos en las escuelas públicas. Y sigue siendo cierto que la cruz sigue siendo, por si misma, un símbolo perenne de amor y de paz, de civilización, y su retirada solo puede entenderse en ese juego estúpido de erigir a la anécdota por encima de la categoría. El respeto a los demás nunca ha de ser negación de otros valores que, además, han constituido el sedimento milenario de una cultura y de una forma de entender la vida, de una civilización en suma, a la que pertenecemos y sin la que no seriamos nada. Retirar tal referencia de los centros donde se supone que han de ser formadas las nuevas generaciones es una de tantas aberraciones de quienes entienden el progreso como aniquilación de cuanto no es patrimonial o ideológicamente de su particular tribu. Al menos así, positivamente, se sigue entendiendo en los países de arraigada cultura católica e innegable práctica democrática como Austria, Italia, Irlanda…, todas naciones de una Europa a la que pertenecemos.
Don Enrique Tierno, al fin un intelectual, con su descarado desprecio a lo vulgar y al estúpido sectarismo, dio un ejemplo de civilización y de sensatez. Hoy sus seguidores y conmilites se hacen dignos de tal desprecio intentando dar paletadas de sepulturero al máximo símbolo no partidario de amor, paz y justicia. Como recientemente recordaba José Mª Martin Patino, es posible que este apresurado laicismo que estamos viviendo haya caído en lo que Edgar Morin calificaba como trou noir del dogmatismo progresista. Los dogmatismos, añadimos por nuestra parte, que siempre han sido, por incompatibles, los aniquiladores de la democracia.
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